08 octubre 2010

LOS RESTOS DE LA BATALLA (II)

Durante la guerra mundial, millones de personas sufrieron los efectos devastadores de la contienda.

Muchos jamás regresaron, no rehicieron su vida o, si lo hicieron, les costó enormes esfuerzos volver a estructurar un mundo habitable para ellos. Muchas eran las carencias y mucho el daño casi imposible de reparar.
La tierra, removida por el trajín bélico, aún muestra las inequívocas señales de la lucha.
Y en su seno aún cobija, ignorados, miles de seres humanos desaparecidos, utensilios y armamento que, de vez en cuando, afloran a su superficie o son hallados en búsquedas detalladas de la zona.

Son el testigo mudo de lo que los pueblos no deberían consentir que se repitiera. Y como testigos de una época cruel muestro algunos de los hallazgos de los últimos tiempos, en la seguridad de que no son los primeros y que tampoco serán los últimos.
Porque los campos de batalla aún conservan desde ignotas fosas comunes a tumbas individuales que de vez en cuando ven la luz, nos muestran qué fue aquello y nos gritan para que nunca más vuelva a repetirse.
Estos no son los monumentos gloriosos, los desfiles rutilantes, los atractivos uniformes y las medallas brillando en los pechos de invictos héroes. No es la poesía épica del vencedor ni el lamento del vencido. Son, y pueden ser, nosotros mismos; tú que me lees y yo que escribo.
Separados de hoy por casi setenta años, los vestigios enlodados y destrozados en la mayoría de los casos, nos muestran con su mugre la realidad a la que condenó a cada trozo de metal, a cada papel, a tantas y tantas personas, el odio de los pueblos.





























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