Muchos jamás regresaron, no rehicieron su vida o, si lo hicieron, les costó enormes esfuerzos volver a estructurar un mundo habitable para ellos. Muchas eran las carencias y mucho el daño casi imposible de reparar.
La tierra, removida por el trajín bélico, aún muestra las inequívocas señales de la lucha.
Y en su seno aún cobija, ignorados, miles de seres humanos desaparecidos, utensilios y armamento que, de vez en cuando, afloran a su superficie o son hallados en búsquedas detalladas de la zona.
La tierra, removida por el trajín bélico, aún muestra las inequívocas señales de la lucha.
Y en su seno aún cobija, ignorados, miles de seres humanos desaparecidos, utensilios y armamento que, de vez en cuando, afloran a su superficie o son hallados en búsquedas detalladas de la zona.
Son el testigo mudo de lo que los pueblos no deberían consentir que se repitiera. Y como testigos de una época cruel muestro algunos de los hallazgos de los últimos tiempos, en la seguridad de que no son los primeros y que tampoco serán los últimos.
Porque los campos de batalla aún conservan desde ignotas fosas comunes a tumbas individuales que de vez en cuando ven la luz, nos muestran qué fue aquello y nos gritan para que nunca más vuelva a repetirse.
Estos no son los monumentos gloriosos, los desfiles rutilantes, los atractivos uniformes y las medallas brillando en los pechos de invictos héroes. No es la poesía épica del vencedor ni el lamento del vencido. Son, y pueden ser, nosotros mismos; tú que me lees y yo que escribo.
Separados de hoy por casi setenta años, los vestigios enlodados y destrozados en la mayoría de los casos, nos muestran con su mugre la realidad a la que condenó a cada trozo de metal, a cada papel, a tantas y tantas personas, el odio de los pueblos.
Porque los campos de batalla aún conservan desde ignotas fosas comunes a tumbas individuales que de vez en cuando ven la luz, nos muestran qué fue aquello y nos gritan para que nunca más vuelva a repetirse.
Estos no son los monumentos gloriosos, los desfiles rutilantes, los atractivos uniformes y las medallas brillando en los pechos de invictos héroes. No es la poesía épica del vencedor ni el lamento del vencido. Son, y pueden ser, nosotros mismos; tú que me lees y yo que escribo.
Separados de hoy por casi setenta años, los vestigios enlodados y destrozados en la mayoría de los casos, nos muestran con su mugre la realidad a la que condenó a cada trozo de metal, a cada papel, a tantas y tantas personas, el odio de los pueblos.