7:35 de la mañana del 24 de febrero de 1943. Aeródromo de Kemi, Finlandia.
El piloto del Ju 52/4mg con matrícula militar 7U+LM calienta motores.
Finlandia duerme en su cuarto año de guerra bajo el frío de una fuerte borrasca que, procedente del norte, recorre el país.
El frente está tranquilo aunque, mientras los motores ronronean y alcanzan su régimen adecuado de funcionamiento, el piloto recuerda los azarosos días de medio mes antes, en los que el sector Leningrado se había convulsionado ferozmente bajo los ataques soviéticos que habían provocado la casi total aniquilación de varias unidades alemanas que sostenían el cerco de la ciudad. Pero todo queda ahora muy lejano, tanto en el espacio como en el tiempo. En las circunstancias actuales un día puede ser una eternidad.
Ahora, aquí, en Laponia, a más de cien kilómetros de Rovaniemi y con casi setecientos kilómetros ante él, su preocupación se centra en el descenso del barómetro de presión, en las previsiones meteorológicas del puesto de control enterrado en la nieve y en las órdenes del jefe de la unidad, en cuyas manos está abortar el vuelo si lo consideraba oportuno.
Pero el Oberstleutnant al mando duerme plácidamente y el grupo de observación climatológica, ante la duda entre despertarlo o autorizar el despegue, opta por la segunda opción. Al fin y al cabo es un vuelo rutinario.
Los tripulantes del avión comprueban instrumentos, plan de vuelo… los cinco pasajeros que trasladarán hasta Noruega desde allí suben al avión y se acomodan en los asientos, con el humor de quien abandona un frente de guerra para realizar un viaje de varias escalas que los llevará al final del día, a su amado país.
El 7U+LM, antiguo KG+GK, integrado ahora en el 4./KG.zbV 108 acelera sus tres motores BMW 123T de 830 caballos y rugiendo en la débil luz de la medianoche, se arrastra veloz por la pista arrojando nieve a ambos lados hasta que, de un inesperado salto, despega e inicia su ascensión al cielo cuajado de torbellinos de nieve. Su sombra de 29 metros de envergadura cubre durante una décima de segundo el techo del puesto de mando y, con tremendo ruido, se pierde en la oscuridad que, hacia el oeste, sume en medias sombras la costa del golfo de Botnia.
Casi 700 km al norte, en Banak, el aeródromo de Lakselv, alguien mira el cuadrante de recepción de vuelos prevista para hoy. Con una taza de café en la mano comprueba que es un día de tráfico normal que, además, menguará por la tormenta de nieve que reina en la zona desde hace varios días. Se despereza y, satisfecho, mira por la ventana, hacia la costa. Ante sus ojos, en plena región noruega de Finnmark, próxima al Cabo Norte, se abre el mar de Barents, antiguamente llamado Murmanskoye Morye, o mar de Múrmansk.
10:50 horas. El Ju 52 procedente de Kemi intenta orientarse entre bandazos y el rostro preocupado del piloto se frunce en un gesto de cansancio. Hace casi una hora que debían haber aterrizado en su destino, pero el fuerte viento frontal de la tormenta, procedente de las islas Spitsberg alarga el vuelo a casi tres horas. Sabe que la autonomía del aparato es de cuatro horas y se pregunta dónde diablos está la base. La radio no funciona con este tiempo y llevan casi diez minutos dando vueltas en la zona. Sabe que no está lejos, pero ¿dónde?
El navegante lanza una bengala y todos miran el cielo por si desde tierra llega respuesta. Nada.
El piloto decide descender un poco por si mejorara la visión. El altímetro marca 1200 metros, 1100… La visibilidad es casi nula.
En ese momento, una sombra abajo, un crujido, unas rocas donde no debía haber más que aire, los motores se aceleran intentando compensar la brusca bajada de velocidad… pero el avión no consigue elevar de nuevo sus 10.000 kilos de peso y, en pérdida, se precipita al suelo en la colina de Geaidnogáisá, a 1066 metros de altitud y a 50 km de su destino.
Tras la confusión, el ruido, los gritos y los bruscos movimientos, el silencio. Afortunadamente no hay bajas. Dos de los pasajeros, heridos de gravedad, se lamentan. Otro ha perdido el conocimiento. Pero todos están vivos. Se lanzan bengalas rojas de aviso. Pasará algún tiempo hasta que las patrullas de rescate lleguen al aparato y puedan evacuar a las personas.
Pero el avión quedará allí, los motores destrozados y una carcasa muda, una más de las muchas que jalonan esos agrestes territorios casi salvajes.
Corría un día cualquiera, del año 1943.
En 1983, cuarenta años después, el esqueleto fácilmente identificable del aparato aún aparecía, relativamente intacto, a los ojos de los excursionistas en la cima de aquella agreste colina en las cercanías del Cabo Norte.
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