08 octubre 2010

LOS RESTOS DE LA BATALLA (II)

Durante la guerra mundial, millones de personas sufrieron los efectos devastadores de la contienda.

Muchos jamás regresaron, no rehicieron su vida o, si lo hicieron, les costó enormes esfuerzos volver a estructurar un mundo habitable para ellos. Muchas eran las carencias y mucho el daño casi imposible de reparar.
La tierra, removida por el trajín bélico, aún muestra las inequívocas señales de la lucha.
Y en su seno aún cobija, ignorados, miles de seres humanos desaparecidos, utensilios y armamento que, de vez en cuando, afloran a su superficie o son hallados en búsquedas detalladas de la zona.

Son el testigo mudo de lo que los pueblos no deberían consentir que se repitiera. Y como testigos de una época cruel muestro algunos de los hallazgos de los últimos tiempos, en la seguridad de que no son los primeros y que tampoco serán los últimos.
Porque los campos de batalla aún conservan desde ignotas fosas comunes a tumbas individuales que de vez en cuando ven la luz, nos muestran qué fue aquello y nos gritan para que nunca más vuelva a repetirse.
Estos no son los monumentos gloriosos, los desfiles rutilantes, los atractivos uniformes y las medallas brillando en los pechos de invictos héroes. No es la poesía épica del vencedor ni el lamento del vencido. Son, y pueden ser, nosotros mismos; tú que me lees y yo que escribo.
Separados de hoy por casi setenta años, los vestigios enlodados y destrozados en la mayoría de los casos, nos muestran con su mugre la realidad a la que condenó a cada trozo de metal, a cada papel, a tantas y tantas personas, el odio de los pueblos.





























05 octubre 2010

EL TROFEO.


Algo que siempre me ha llamado la atención en el país vecino es que en cada ciudad, pueblo o aldea no falta un monumento, más o menos grande, sencillo o recargado, recordando a sus caídos de 1914 – 18.
En el mismo, en numerosas ocasiones se añaden las víctimas de 1939 – 45. Y en ocasiones, las de conflictos posteriores (Indochina, Argelia…).
En cada uno de ellos el artista imprime un sello personal que, para nuestra mentalidad, en ocasiones desentona. Pero siempre estará cargado de una simbología característica y no exenta de un toque que intenta hacer más humana cada figura de bronce.
En este caso, en un pueblo del sur de Francia, me llamó la atención este soldado. Fusil al hombro y casco calado hasta las cejas, avanza con resolución portando un ramo de olivo en la mano. Trae,
pues, la paz de su mano. Pero curiosamente, sobre su mochila el escultor no puede evitar incluir un recuerdo del enemigo vencido que le acompañará durante el resto de sus días, para no olvidar ni al culpable , ni la tragedia en que el mundo se vio envuelto. Y no es nada menos que un pickelhaube 1915 del ejército prusiano. Es ese recuerdo que lleva el poilu el que me tiene inexorablemente atado a la imagen en mi calidad de coleccionista. Porque es muy curioso. Y porque el coleccionismo comenzó como una práctica que no era más que poseer las armas del enemigo con todo lo que tal hecho conllevaba (derrota, sumisión y, a menudo, la muerte de éste).
Pero tras el paso de los desfiles y de las jornadas triunfales de 1918, en Europa se impone la reflexión entre los intelectuales de toda índole. Y la guerra, Mal Supremo, sale bastante malparada de cualquier conclusión que se precie entre los aliados occidentales.
Aquí no podía ser menos, y como epitafio, acabo con las palabras de Jacques Tardi, dibujante, recogidas en su álbum “Le secret de la Salamandre” (Norma Comics 1982).

“Fue la primera guerra mundial, la gran guerra, la del 14.
Después elevaron grotescos monumentos para decirle al mundo lo hermosa que fue esa carnicería, lo heroicos que fueron los combatientes y lo inútil que fue su sacrificio”.